Hacer un Café
"Dulce como un beso, negro como el infierno"
Quiero hacer un café con alguien, donde ella caliente el agua, yo saqué las tazas, los sirva y ella lo endulce. Donde usemos la misma cuchara para revolver todo. Tal vez ella tenga la idea de arrojar una ramita de canela al agua hirviendo en esa jarrilla de latón sacada del más profundo recuerdo hogareño de nuestras abuelitas. Que el café quede muy caliente para decirle que no me gusta así, pero me encanta el proceso de como se entibia a lo largo de una conversación. Para que al final, el dulce frío del fondo sea sólo el momento de anticipación para otra cosa con ella. Para que ella me diga que le encanta mientras más caliente está, el quemarse y sentir todo el calor, enmudecer y que la explosión de sabor recorra su cuerpo. Que le gusta sin azúcar realmente, no por vanidad y doctrinas light de sus amigas que usan blusas de tirantillos, si no porque en su pasividad y contemplación a la vida, le gustan los sabores fuertes, puros y sin contrastes. Razón de que una cosa es una cosa y no hay otra igual. Así debe ser el sabor de todo.
Ese café que se hace con alguien estorbándose mutuamente en una pequeña cocina que no logra superar esa tonalidad de luz a hospital sin importar que tantos imanes rojos de países que no conoces te regalan. Con ese suelo frío tan raspado de algún adoquín olvidado que perteneció seguramente a un arquitecto de los años sesenta. Un café que se saca de alacenas metálicas pintadas un millón de veces en color blanco plomo y erosionadas por el vapor de platillos cocinados en una estufa que ahora es fantasma con su mancha en una esquina. El azúcar conjurado de un topercillo que creíste sería buena idea comprar la primera vez que fuiste de compras como un adulto solitario.
La clase de café que se toma en el colchón del suelo, con muchas almohadas y cobijas que no se alisan ni cuando vienen las visitas. Sobre ese edredón de color brillante que a pesar de todo no se percude. Recargándose en las paredes blancas llenas de bocetos nubosos grises que han ocasionado los cojines. La música ambiental es la duela ancestral amarilla que cruje con cada respiración. Viendo la ventana, marco gemelo de las alacenas bañada con los fósiles de esas manchas por las manos de pintura blanca.
Llueve, los vaivenes de unas hojas verdes; mosquitos verdes holgazanes capturados en las redes de rayones dan recuerdo que a pesar del frío, aún es verano.
Esa clase de café anterior a dormir bajo un abrazo; ese abrazo sin intención sólo por compartir el momento, el que antecede la mirada de sonrisa divertida y el beso corto, cálido y significativo.
Ese café que después de unas horas de dormir se transforma en el sabor que compartes en la boca de ella; Muy dulce de tí, muy amargo de ella. La clase de sabor que invita a hacer otras cosas, a quitarse los lentes con los cuales se queda dormida en esas ocasiones, a quitarte las penas y pesares junto con la billetera y el teléfono del bolsillo. El sabor compartido que la hace reír ligeramente avergonzada y divertida, el suspiro.
Sí, esa clase de café.