La Garza y el Lago (Una carta a Natalia)
Donde nosotros vivíamos, muy cerca, ahora habita una preciosa garza blanca. Cuando paseo de vez en cuando por ese restaurante que jamás visitamos juntos siempre me la encuentro. Un par de veces ella es la quien ha venido a buscarme posándose frente a mí con sus alas abiertas. No sé si lo hace en forma desafiante o invitadora, no hay modo de saberlo. Tan sólo a unos pocos metros, a los bordes del lago caza pecesillos con parsimonía y brutalidad, la cabeza quieta, el cuerpo expectante, bam, un pececillo cría en el cogote que no verá descendencia, bam, un pico dolorido y vacío con un día más para los genes de la criaturilla.
Otras veces, más alejada sólo contempla ensimismada el agua verde, espero sea por el seco calor, aguardando que una carpa de buen tamaño salte del fondo para refrescarse y alcance el descanso eterno en sus entrañas de emplumado exterior, ésto porque no deseo que sea comoyo y mis razones para ver las pardas aguas. No es una garza graciosa, no posee la picárez del mirlo que parece desear siempre su compañía, tampoco es una garza ofendidamente digna como las palomas que ya de nadie llaman la atención, es una garza seria, concentrada en lo garza y en que tan garza puede ser.
Al principio, hace muchos meses era temerosa, sólo la veía sobre los altos abetos desdeñándome. O volando lejos de cualquier cosa que ligeramente simulara un niño curioso.
Aburrida, la garza se esconde. Es ahora que la visito a ella y le dejo unas flores para tí en esta dimensión contraria donde tu falleciste y yo me quedé, pero voy a regresar amor, a la resequedad que es mi estancia aquí y le dedicaré unas líneas sustantivadas al imaginario de tu presencia, y a esa garza que llega cuando más te necesito a tí.