Mi primer intento para mi cuento de Vermillion Sands



Las vetas de cuarzo brillaban.  Algas rojas en una marea inmóvil bajo la luz del cenit. Esos eran los arrecifes de arena en el desierto de Vermillion Sands.


Había regresado a Vermilion Sands con sus casas de playa psicotrópicas aquel verano con varias razones en mente. Primeramente anhelaba nuevamente ese ambiente de intelectualismo soberbio y egoísta donde todos hablan con los ojos cubiertos. Extrañaba el murmullo del chismorreo entre cervezas y el ruido de trote de los viejos cadillacs. Los paseos por la costa en veletas terrestres, el simple navegar y viento sobre las dunas de cristales por los caminos que provenían desde el lago de arena.


Mil lunas son suficiente razón para querer un reencuentro con memorias borrosas y melancolía irrepetible. Hay una cualidad de romanticismo tan grande en el ejercicio de recuperar imposibles. Las noches entre risas y juegos con amigos, el suspiro de unos labios quietos al oído en una noche insomne y calurosa. Por supuesto, todo ésto sin la culpa de mil lunas por fechorías y deudas morales.


Carlo, un viejo amigo, tenía una habitación permanente en el Uphill Hostel. Se la había ganado del amor fanático de una cuarentona por una escultura que le ayudara a realizar una tarde de tormenta en el firmamento de Red Beach. Carlo insistía que la habitación era tanto mía como suya en aquellos años donde las promesas entre amigos son juramentos de honor y pacto suicida.


La dama del mostrador era ahora una cincuentona con el mismo tatuaje de un canario enjaulado en la garganta. La constelación de pecas era la misma. Ahí Orión en su mandíbula, ahí el Cisne bajo el lacrimal izquierdo. Su índice acariciaba al canario y las pleyades en su barbilla. Del dibujo escapaba una frecuencia intermitente entre cuarenta Hertz y un silbido; El ruido blanco de olas entrando a una cueva y haciéndola suspirar en un murmullo. Su dedo pasaba así el tiempo mientras sus ojos aburridos ocupaban la poca energía que tenían en la lectura de un fanzine de tinta electrónica reciclable.


Me observó con la diligencia y experiencia de mil lunas aburridas desde que aquel amante se fuera con sus amigos a la ciudad llevando de equipaje todas sus promesas. Le dijé quien no era y que familiaridades tenía con ese que ella ya no esperaba ver. Su boca se extendió en nova creando cúmulos estelares en unos pómulos ya acostumbrados al bronceado. No me recordaba, a Carlo lo masticaba su memoria como un sueño hace tanto olvidado. No sabía ella si esas noches de naves le sucedieron, si yo había estado ahí con diez años menos con Carlo y su voz de cantante. La promesa de la habitación. El sueño de una vida que no es consistente con la actualidad. Aceptaba que todo podría ser mentira, que ella no fue una joven y se enamoró, que esa escultura de vapor y nitratos de plata fue tal vez una pintura en un libro, que yo era un mentiroso. Calmó el movimiento estelar en su rostro con resignación de saber que no sucedió, pero que la habitación estaba libre y mi prescencia no era ingrata. Me dió una llave, regresó a su fanzine y al canario trinando con un hipo de cuarenta Hertz.

 El medio día en Vermillion Sands es rojo; Las calles rojas, la gente roja, las carcajadas rojas. Las bebidas saben a rojo, el escozor en los brazos por el sol es rojo. La cotilla viaja en el espectro de nanómetros rojos entre los restaurantes y terrazas, entre las delicadas manos de rubias con copas de martinis y los artistas callejeros de renombre.


Un roce frío trás mi pabellón auditivo y el calor rojo de mi vientre me hablaban de un deseo que no podría consumar estando en la habitación. Me decía también que ese viaje había sido inútil. Que si buscaba perderme en la tristeza de un pasado inasequible, o huir de la consecuencia de no haber cumplido esos compromisos de juventud. No encontraría ni una, ni otra redención en ese viaje, ni en ningún otro. El hambre sólo podría calmarla de mí mismo, tanto en su curiosidad como en su objetivo. El medio día en Vermillion Sands es rojo, también así sus humores.


Los rostros siempre son los mismos en lugares como éste; Una cabeza de barba y gafas  a la merced de un cuello serpenteante bajo el hechizo de un muro sonoro proveniente del cuadrafónico al vació sentado en un Cadillac convertible. Fachadas psicotrópicas ondulantes al ritmo pasional de quienes las habitan.  Vestidos traslucidos de biotela ondulando a contraluz de un crepúsculo que dura demasiado.


Un trago frío y varias horas de pasos se convierten en una cascada de agua y electricidad en las pantorrilas bajo lo rojo. Frente a mí el pico de vidrio, un iceberg de altísima densidad y doscientos metros de altura que habían creado los arquitéctos con cinco átomos de hidrógeno, un láser y la arena del desierto. Cerca de su punta, cinco terrazas colgantes. En su interior, cincuenta habitaciones de lujo talladas con esmeriles adiamantados. En su último piso, El  Sorolla y una clientela no tan numerosa de celebridades multimedia vacacionando.


Las esculturas sonoras entre los corales de arena en el camino me apresuraron ululando al ascensor. La terraza del Sorolla me recibe con el conocimiento que la noche se acerca  y los olores de cigarrillos condimentados, pocas mesas ocupadas y una barra repleta de carcajadas falsas con epicentro en una mujer de cabello negro y un tabaco de tres botones en el filtro.


El pico de vidrio se impone al lago de arena, teniendo a un costado los bosques de corales terrestres con su población de fantasmas. A la lejanía, cerca de medio horizonte se alcanza a distinguir Red Beach, el mar y como punto de fuga el índigo de las tormentas eléctricas sobre él mismo.

Carlo, Sofía y yo esculpiamos nubes en Red Beach. Con nuestros dípteros monoplaza hurtabamos del cúmulo de humedad para crear nuestras obras. Lo hacíamos a partir del intercambio en micropresiones entre la eterna tormenta y las plácidas aguas. El negro vendaval se crea a diez kilómetros del suelo, nosotros arrancabamos de su corazón para crear volutas de prístino algodón a tan sólo dos kilómetros. En ocasiones trabajabamos los tres. A veces competiamos el aplauso y las miradas lascivas en tardes de poco viento. Carlo tenía la pasión para ser volátill, rápido, majestuoso. Sofía era toda una artista, orgullosa, ciega a sí misma  con la necesidad de saberse diferente. Mi parsimonia y dedicación me volvía aburrido a los espectadores. Lo endeble del medio me ganaba elogios entre conocedores y propios, pero no podía arrebatar corazones con mi ejecución, nadie esculpía como Carlo.

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