Un libro se esconde (Parte 1)



El día lo cubre un gris que matiza todos los colores, que aplana las sombras, ese gris altísimo y uniforme que es un recordatorio de lo que significa invierno. El viento corre por las calles que aún extienden sus manos fantasmas queriendo atrapar la humedad, el soplo de los querubines sigue su marcha rápida, queriendo esquivar a los peatones y aún así chocando con ellos, como si alguien persiguiera el viento, un aire que desea darle la vuelta al mundo de la forma más rápida posible.

Es medio día y aún así las sombras no se han aparecido desde el amanecer, toda la luz es plana, las texturas planas, los rojos y azules oxidados, desapareciendo por el poder del día nublado. Sólo el verde de todas las hojas deja brillar las perlas de rocío en su contraste contra la realidad en tonos sin color, un último bastión indicando que aún son meses de primavera, con todo y que se dio un día de descanso para que los suspiros del norte jugaran libres sobre el cemento.

Una mesera de lindas caderas y ajustada playera blanca deja escapar una sonrisa entre los pétalos de rubí que tiene por boca, sus manos delgadas en el talle, el calor de la cocina y los perfumes del café a su espalda. Sabe que es uno de esos días, cuando los abrigos color ratón de tweed son sacados de su entierro en los burós, los gorros tejidos son levantados a la luz de un foco quemante por las personas que le rezan sin saberlo pidiendo un poco de calor en las orejas.

En esos días nadie desea levantarse de su cama, las cobijas son demasiado calidas, el abrazo del amante retoma su significado de amor como en la primera noche, como en la primera mañana. Para los solitarios el juramento de hielo que promete el suelo de lozas gastadas es la idea de un castigo dantesco. Los románticos saben que no verán ojos candidos y cuellos largos en sus andares porque esas miradas estarán muy ocupadas sumidas entre los cuellos de chamarras tratando de distinguir los caminos de los edificios y los edificios del cielo al ser en el paisaje una sola pieza. Todo cubierto por cabelleras sueltas y secas; Ni siquiera dejando escapar un lóbulo del cual enamorarse por un instante.

La mesera sabe que es uno de esos días donde cuerpos en abrigos muy grandes y dedos enguantados buscan el calor de una taza de café, los dientes con hambre de azúcar y sabor de flores en el té. Sigue siendo temprano y aún así ya los asientos inician a llenarse de uniformados peatones vistiendo colores de noche y tonos de piedra. Las bufandas invadiendo cuellos, mesas, asientos, hombros y cualquier lugar donde puedan posarse, tan similares a enormes orugas delgadas y hambrientas, alimentándose de las maderas de las personas, masticando inmóviles, abrazando con cariño lo que tocan.

Es ahí, cerca de ese café y sus mesas adornadas con palmas que hay un viejo edificio por el cual todavía caminan fantasmas de mujeres vestidas con collares de cuentas y medias de encaje, escondiendo bajo sus ahora paredes blancas los olores de cigarrillos y crepúsculos de citas en el confort negrusco de salas que proyectaron las mudas y monocromáticas aventuras de Laurel y Hardy, de Buster Keaton y otros héroes de la comedia vespertina inmortalizados en plata. Su domo esquinado ahora resguarda libros de celulosa nueva, portadas de colores imaginadas por diseñadores literarios. En sus antes pasillos de baile cobija pastas rojas y dibujos franceses esperando volar de las hojas que los componen. Enormes cojines y coloridas alfombras para que los niños cómodos reciban al sol por las ventanas mientras acarician las impresiones de acuarelas y descifren las pocas palabras que enmarcan esos cuadros. Libros en francés, libros en inglés, libros en español; Sobre simios juguetones, elefantes temerosos e islas de aventuras o ciudades imposibles con muchos hombres uniformados en abrigos grises que se parecen tanto a muchos que caminan alrededor de la librería. Entre este zoológico de princesas, duendes y leones se esconde una niñita solitaria dibujada en pasteles y gouche. La sigue un pez gigante que flota en los callejones. La niñita dibuja a su vez en los muros de metal y estuco a un amigo que le de la mano. Es muy tímida y por eso se esconde, primero dentro del libro en el que vive, después en la librería, no quiere que nadie la encuentre.  En varias ocasiones mientras se distraía con el canto de las aves y el pasear de los perros fue tomada por la espalda por algún niño de manos llenas de tierra y saliva, o por alguna mujer delgada demasiado joven para actuar como madre, pasaban sus dedos por las páginas donde su vida sucedía, muchas veces sonriendo, otras con prisa e indiferencia, para dejarla nuevamente en el mismo rincón o con la cara hacía el techo, recostada sobre las cabezas de otros libros. Lo que por supuesto, no duraba mucho, ya que regresaba en cada ocasión a su pequeño lugar en un rincón, entre un enorme libro sobre brujas y un atlas ilustrado del cuerpo humano para niños.

Las noches le encantaban, las de lluvia, cuando los faroles y luces de los autos regaban de brillos las ventanas y las calles, toda una constelación de naranja y azul, cuando sólo quedaba una persona  vestida de negro durmiendo en una silla y todos los libros charlaban entre ellos. En raras ocasiones participaba, y casí únicamente cuando le dirigían la palabra. En el área infantil los monos del librero de al lado les fascinaba  platicar de sus aventuras, de cómo usaban pantalones y cubiertos como personas o la realización de travesuras montando un rinoceronte. Un gorila con una camisa a rayas y un overol azul, hermano de ellos, les contaba de los números y como su papá se llamaba Brown. Las princesas suspiraban en sus estantes y los vampiros las admiraban. Así pasaban muchas noches en el área infantil.

Por otro lado, otras partes de la librería eran con todo más extrañas, porque una cosa es escuchar monos en la cocina y otra muy diferente escuchar a una mujer y su látigo gritando sobre un Godot que nunca llega, capitanes en mares de infinita negrura buscando el amor perdido o la venganza, áticos llenos de niños llorones y carreteras repletas de asesinos callados. La población de un área importante de la librería principalmente se conformaba de adolescentes perversos y virginales paseando por ciudades con nombres como Nueva York, Londres, Paris, Cartago, Troya y Alejandría, conociendo a una persona que les cambio la vida. De otra parte sólo provenían murmullos entre los que se escuchaban peroratas sobre el papel de dios y el tiempo, sobre lo que era, lo que no era y cuando era el cuando. Todas las voces de tiempos tan largos como cuatro mil años recargadas en los muros sin iluminar, mientras que en las mesas de los pasillos, coloridos paperbacks hablaban de fantasías de jóvenes sin playeras en la luna llena y niñas fantasmas que deseaban ser populares.

La niñita tenía poco tiempo en la librería, sólo unos pocos años mientras que otros llevaban pares de lustros rumeando soliloquios de sal y tierra. Pocas cosas habían cambiado, pocos se iban, muchos llegaban, cada vez más en copias gemelas a ellos. Algunos con diferentes caras, tamaños, pero mismo contenido. También estaba la zona muda; Al menos los libros de arte dejaban escapar algo parecido a una música acompañada de un llanto, los libros técnicos repetían en tranquila voz de arrullo la letra “x”, la letra “y”, o palabras muy largas. Pero la zona muda la asustaba, se encontraba muy cerca de los libros jóvenes, sólo eran caras de letras muy grandes y fotos de personas reales sonriendo disfrazadas portando trajes de coctel. No había personajes en esos libros, tampoco sentimientos o verbos, sólo enunciados cortos que tenían que leerse, listas de cosas que hacer para ser feliz, para ser rico, para tener más, siempre más; Dinero, carros, casas, hombres, mujeres, trabajo, más. Pero eran vacíos, el monje y su ferrari, el caballero y su armadura, ambos muertos, mudos. Una amable anciana que se llamaba Totterkinder le decía que la razón se debía porque no recibieron amor de su creador, que eran en sí mismos sólo un deseo de obtener más, de lecciones huecas y respuestas obvias. No tenían alma, tampoco una lección, sólo palabras derramándose como la cera de una vela que no alumbra.

Cuando el sol atravesaba las ventanas todo se movía, personas en los pasillos con cubetas jabonosas de contenidos púrpura limpiando los pisos, niñas ya más bien mujeres con cordones como collares y su cabello recogido paseando y moviendo libros de un lado a otro. También los libros bajaban la voz y sólo charlaban con murmullos, a veces se movían de un lado a otro, para destacarse en ciertos lugares o mostrar sus caras que eran más interesantes que sus lomos, algunos con fotos explotando en color y varios personajes saliendo a la luz con sonrisas satisfechas queriendo complacer.Para los monos era su actividad favorita. El gorila sacaba brillo con su pelaje a las hojas que lo mostraban con su hermosa playera a rayas. La niña siempre buscaba donde esconder el libro donde vivía, dentro de él tenía un pozo infinito y un barco de papel azul para desaparecer en una noche sin lunas y sin estrellas, pero no podía llevar ese océano muy lejos dentro de los pasillos sin que resaltara a todos los ojos y eso era lo que quería evitar.

A la pequeña niña siempre le llamó la atención sobre todo un libro muy callado, era negro y acerca de un barco holandés. Este libro se movía muy temprano junto con el amanecer hacía el gran aparador delante de la puerta principal, mostrando su portada de un caballero con cara de pulpo besando a una linda pelirroja. No era como los monstruos de varios de sus compañeros de estante o como los vampiros y sus miradas de culpa en algunas ilustraciones, sino con amor, de él y de ella, como deseando huir el uno y el otro entre sus brazos y los de alguien más para llevarlos lejos.

Ella aprovechaba y se escondía en su lugar mientras lo veía pasar, para disfrutar de una tranquila mañana con su pez gigante y su sol siempre de naranja tan brillante como la fruta.

Muchas personas iban y venían, a veces se llevaban a sus compañeros, a veces se quedaban en un sillón oscuro a escuchar los murmullos de los libros con las memorias de las personas viejas. Siempre la desconcertaba cuando una mujer-persona le señalaba a un hombre-persona en gritos de encanto un libro, pero eso sucedía muy seguido en los estantes de los pasillos y difícilmente en los libreros de las paredes. En alguna ocasión escucho esos mismos gritos de alegría proviniendo de la zona de poesía, de una mujer-persona que tomó uno de esos delgados cuadernillos con unas flores y nombre francés en la carátula, lo sostuvo entre sus manos paseando su mirada por las hojas, mientras, la pequeña niña veía como esa alegría en la cara de la mujer se convertía en bochorno, respiración entrecortada y luego en un llanto terrible, doloroso, como si el ver las hojas le hiciera daño, no como de golpes, más bien como cuando se va alguien para siempre. Ella sabía de eso, de cuando se fueron sus hermanos, el cual uno era sobre las cosas perdidas y que se pierden para siempre.

Le parecía increíble el como derramaba lágrimas sobre el libro, sin soltarlo, temblando todo el tiempo, hasta que lo cerró y contemplando un horizonte invisible se detuvo un momento, para después salir corriendo cubriendo su cara y gritando desgracia entre los dedos que le cubrían.

Madame Totterkinder le habló de ese libro en la tarde, se llamaba Les Fleurs du Mal y escondía cosas sobre gatos, flores, muerte y una traición terrible al amor verdadero. Que su creador lo había escrito hace mucho con tristeza en vez de tinta, y que podía causarle mucha pena a quien conociera de esas cosas.

En ocasiones, muchos preguntaban sobre libros por su nombre, el de los personajes o incluso por familias enteras, o por caras y tamaños del mismo nombre. Pero fue una vez que sentada en la espiral infinita que había dibujado escucho el nombre del libro donde vivía, la misma voz preguntaba sobre ella, sobre su creador, sobre sus hermano que conocía y otros que no, era la voz de un muchacho. La otra persona con quien hablaba era una de las mujeres con cordones que siempre estaba ahí todas las tardes. La niña pequeña observaba detrás de un libro de dinosaurios el como ella le respondía con indiferentes negativas. Así y con un suspiro, el muchacho se fue sin siquiera mirar a todos los otros libros que allí había.

Esa noche la niñita se colocó en la esquina con más oscuridad que encontró en el aparador y se recostó junto con su libro, su pez y barco de papel a ver los autos pasar, escuchar la lluvia caer y sentir como la terrible enemiga humedad deseaba colarse por todos los bordes del edificio, arrastrándose con la forma de diminutas lagartijas por los dinteles de las puertas, mordiendo los candados, soplándole besos a los papeles más amarillos desde el otro lado de la acera. Ahí, sobre la colorida alfombra con dibujos de una ciudad transitada por vehículos rojos y rectangulares ella pensaba en ese delgado y barbado muchacho que preguntaba por ella.

¿Qué quería con ella? No era un libro para adultos, para eso estaba la mujer con su látigo, o los adolescentes que se paseaban por ciudades importantes, los libros que murmuraban, los que tenían fotos de hombres viejos y con barbas muy largas sin color en el lomo y la contraportada. Ella sólo tenía un pez que la seguía, eso y una semilla, nada más, inclusive Humpty Dumpty y el libro de Fantasmoagoria con sus reglas para encantar una casa escritos por Carol eran más interesantes. Tendría más cuidado de ahora en adelante, no se dejaría atrapar por otras manos jamás. Ella sólo quería ver la lluvia caer y sus trucos con la luz mientras la luna brillaba. No dejaría que nadie le robara eso.

A la mañana siguiente visitó a uno de sus compañeros, el libro Las Rayas del Tigre, Los colores de la Naturaleza.

-“Dejame leerte. Quiero saber como las cosas se esconden.”-

El libro con la cara de un tigre hecha con origami se abrió para ella:

“El tigre es blanco, negro y naranja. Los pastos de la india son verdes, blancos y amarillos. ¿Cómo se esconde el tigre?”

“Por que las sombras son largas y negras como las rayas del tigre, el pasto baila como la cola del tigre, el pelo del tigre es el color del atardecer”

“Cuando comienza a caer la noche, el tigre es invisible, porque es como la tierra, el cielo y la jungla. ¡Naranja, negra, blanca y amarilla!”

“Las plantas son verdes, sus hojas de todos los tamaños, bailan al viento y pierden el color en el otoño. ¿Cómo se esconden los insectos?”

“Los insectos en las plantas son verdes y tienen la forma de las hojas donde viven. Los insectos en el suelo son de color café como las hojas de otoño ¡Unos tienen la forma de las ramas!”

“Los animales tienen todos los colores y texturas, e incluso unos que no pueden ver los ojos de ningún niño como tú.”

“Unos tienen los colores y formas donde habitan y otros hasta cambian de color.”

“El camaleon puede ser negro, blanco, rojo, verde y azul.”

“Los pulpos muy grandes pueden cambiar hasta parecerse al coral y las plantas marinas.”

“Pero hay un animal, como otro no tiene igual, su nombre es Sepia y es todo menos de ese color.”

“La sepia puede ser de todos colores en un segundo, como la televisión o el arcoiris su piel puede hacer brillar. Si supiera, hasta una película en su piel podría proyectar.”

“Si tu usas un disfraz o te quieres esconder, sólo viste como lo que ves rededor, sé un sillón, se un auto o sólo viste de blanco contra un fondo blanco.”

“Se invisible como el tigre o viste como los insectos.”

(Última ilustración de un niño saltando sobre un plato con comida)

La pequeña niña lo entendía ahora; Tenía que ser invisible, como el tigre. Pero ¿De qué podía disfrazarse un libro infantil tan grande como el que en ella vivía? Sólo los libros de arte eran tan altos como ella y otros libros de cuentos, pero muchos de ellos quedaban abandonados y llevados lejos después de que se maltrataran. Tenía que pedir ayuda de alguien que poseyera el conocimiento de pasar mucho tiempo en un librero.

La tarde se pinto de violeta y luego de un azul profundo, cuando contó siete estrellas en el cielo, decidió visitar a los libros de la sección de terror.

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