Un amor y tarde en el colegio nacional Parte 1

¿Cómo se construye, se vive y se olvida?

¿En un encuentro, en un comentario de café a alguien que no conoces? Melancolía del sabor a manzana dulce las mañanas soleadas de otoño, antojandose helada a la sombra y otros gustos reptando en las encías, de sangre, soledad y saliva agría por mucho tiempo sin bocado. Viajando por entrañas de acero, de hocico imperecedero, la ciudad subterránea, leyendo historias de imperios y preconciencias imposibles. Un quejido apagado me desprende de los confines metálicos y artificiales, de cielos perfectos. Un murmullo tímido que deseaba escapar y ahogarse, el reproche de gritar algo que se esconde en manos y sillas solitarias, una mujer llorando en el asiento de enfrente, sosteniendo sus anteojos para hacer mimetismo de estornudo u otra incomodidad represalia por las noches secas, congelantes con la ventana abierta. Una mueca la traiciona, quiere arrodillarse y chillar todas las injusticias, tapa con dedos largos, blancos y pecosos una faz ahora roja, cubrir con vino la sangre, mismos colores, mismas manchas, mismas marcas con excepción de una línea ligeramente más lechosa, el tatuaje mate de un anillo dorado en el anular.

Otros tantos sin rostro en mi recuerdo levantando miradas de ligero morbo, otros perfumados en pos de jornadas laborales y el mundo vuelve a ser gris, cerrarse, ser único para esa mujer derrotada, de nuevo sola después de un pequeño ridículo y pista de los horrores que nos aquejan a todos un poco en secreto, de repente conspicuos y abiertos, de cortina levantada en silencio por un niño famélico curioso que se muestra tan alegre bajo lo quemante de reflectores. Sólo yo me quedo a contemplar, su vestuario de sueter color ceniza, bufanda naranja, falda larga y castaño coronando facciones bellas de labios suaves, mirada de licor ambar abandonado en la playa, pero cansada, la erosión ha creado surcos en toda la cuenca de sus ojos, de su voz, de su boca, su cuello con ligeras marcas de tragarse toda la porquería en la vida una y otra vez. ¿Qué edad tiene, veinticinco, treinta y cinco? Sabía que la vergüenza de enfrentarse al reflejo acaecía en la apariencia, pero jamás ví una escultura envejecer tanto por húmedad propia. El viento ruge al lado del vagón, un timbre grave y seco anuncia el arribo a la estación que índica mi escape del teatro. Me levanto, acercandome a la puerta, sin levantar los ojos de ella. Creía que mi tristeza era pesada, que la angustia de mis palabras, un sazón superior a todo el plato de mi forma de ser, pero ella cargaba toda la tristeza del mundo, la tristeza del ardor en las piernas, de noches sin dormir sufriendo por todo lo que fue, mañanas sin esperanza de saber que será, el sabor a metal en piel y rostro al detenerse a mirar el vacío en cada cosa, cada comida, cada lugar. Quise quedarme, presentarme y abrazarla, que identificara las cosas tan iguales que yo traía a las espaldas, llorar con ella, darle un beso y mentirle que todo estaría bien, que no importaba y que no me alejaría de ella y todo el otoño de su cabello, de todas las nevadas de sus ojos, quería mentirle y robar una sonrisa de sus labios temblando buscando el sollozo a cuerpo completo. Salí del escenario, el tren continuó, y me doblé por el estómago, por la culpa, por la miserable vida que le deje continuar, por lo miserable con lo que me quedaba, por la culpa de sentirme un poco más aliviado al verla tan mal, cargando lo que yo me entreveo igual. Pobrecilla ¿Cómo la dejé ir?.



La luz exterior me recibe acuchillando mis ojos, unas pequeñas gotas asoman por mis párpados, espero que sean por la luz, por favor dios, que fuera por la maldita luz. Camino detrás de catedrales e iglesias en el centro de la madre y metropoli, me dirijo al colegio nacional, una escuela construida sobre las ruinas de una civilización más amable, lugar donde para entrar uno de los alumnos ha de morir. Un club social de intelectuales, elitistas basados en tradiciones masónicas, un lugar muy bonito.

Caminaba entre callejones de adobe, entre avenidas con cerca de quinientos años de antiguedad, marco de leyendas y seguramente incontables fantasmas de personas que murieron solas, poetas, caballeros y otros no tan caballeros. Ahora hogar de gordas y sus niños chimuelos, de tipillos con sus playeras sin mangas y teléfonos que jamás en mi vida me atrevería a pagar, con sus banquetas ahora atiborradas de vendedores ambulantes y sus sacos para escapar cual ratas ante una lámpara a partir del menor chillido de algún complice observador, así andaba hacía el colegio nacional, por la promesa de charlas sobre un anciano. Argumentos con cien años y tal vez café de cortesía para entibiar todo lo que traía en mis huesos.

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