¿A quién llamar?



Un día hace un año, encomendando mis torpes palabras a un deseo extinto, de ceniza apagado mi sueño de unos brazos queridos, dirigí en torpe tesitura el siguiente enunciado de despecho y suplicante melancolía "Debería dedicarme al misticismo, toda mi vida me he dedicado a cazar fantasmas" Hasta que yo mismo me trasnformara en uno, de los ecos repitiendo siempre la memoria del acto de despido, siempre añorando dar alcance a las ilusiones del que nunca se separaran.

Rumiando el polvo de las constelaciones caídas, abrazando volutas producto del platino nocturno, deslumbrado al alba del cadmio en la vacuidad. Hoy, tan cansado, limitado siempre por ser ignorante, y como muerto más de las cosas que se sienten, apesadumbrado, señalando de inverosímil el que nadie desee amar sino el recubrimiento de una psique forjada de fachadas, donde toda profundidad es sólo la de su cáscara de deber y tener, y el continuar de los cronómetros sólo lo que ello les pueda dar. Con todo, el muerto soy yo.

El yacer es dolor de pinzas en los hombros, el andar puñalada a los costados, el ejercicio de recuerdos del cuerpo que es exhalar un paso anterior al vomito, secresiones de bilis y larvas podría incluso llegar a apostar una inexistente alma para lo que fue después de la rebelión en la ciudad de plata. Con ese fastidio argumento el desear querer y ser incapacitado por el empecinamiento a no poder ver las cosas diferentes que proviene de las pupilas de los otros.

Nadie quién dedique poesía, ni a quien dedicarla si sus túmulos son fríos y en maleza espinosa enterrados, para mí no hay Beatriz la bella, Beatriz la pura que cure de las esferas, sólo los gusanos de mi familia peleando por quien cagara mis restos una vez consumidos. Tan lleno de ira que deseo se atraganten con toda esa mierda que pretenden soltar entre dientes, entre ellos, sobre quien soy y que no hago, de sus decepciones, del no poder esclavizarme a sus conceptos frívolos de aparador, por no entregarme al martirio de sus enfermedades como si yo fuera la misma causa y por ende el obligado a comfortarlos mientras escupen mi cara con el derecho que eso conlleva.

Los odio tanto.

Pero se supone que el de la lección amorosa soy yo, el que ha descubierto bajo sus tejas los nidos de ratas y lo insalobre de su desprecio e ignorancia. Yo soy el que tiene que entregar las manos abiertas y la mirada desde abajo, pero hay algo, que no me deja amarlos,  tan podridos que no puedo, tan obsecados que a mis palabras rellenan el cielo de berridos para enmudecerme.

¿A quién llamar que no sea una aparición o un avejentado discurso eterno?

Soy yo el fantasma que debe repetir el eco y el que nunca puede cambiar.


-Por eso los amantes se extrañan. Por eso sufren. Desean cubrirse con un velo de lágrimas, para no ver más el mundo, para que no haya mundo. Para que sólo haya ese lugar donde se siente el otro.


-Quetzal. Fantasma Quetzal. Ayudame. La vida tiene tantas cosas por las cuales llorar...
Pero ella es siempre así. Corazón, no quiero negarla.


-Una manera decente de decirlo Quetzal. No por evitar importunar al que lo escuche, sino por no desgastarse en el sólo hecho de decirlo.

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